Seguros de decesos, no siempre convienen
La muerte es el mayor de los dramas, el más duro de los golpes al que se ve sometido el ser humano. Y asombra que, una vez tras otra y a lo largo de los siglos, siga sorprendiendo la fuerza y acritud del dolor que genera cada fallecimiento. Quizá sea porque preferimos ignorarla, vivir como si la muerte no existiera. Por mucho que sea un fenómeno inherente e inseparable a la vida, hablar de la muerte incomoda, se ha convertido en el tema inoportuno y gafe por antonomasia, en el auténtico tabú de países desarrollados como el nuestro. Cada país, cada región, cada cultura e incluso cada época tienen sus costumbres, ritos y tradiciones relacionadas con la muerte, con el duelo que genera, con los entierros y funerales, y con los ya casi anacrónicos lutos. Todavía causan extrañeza a algunas personas los asépticos y profesionalizados velatorios en el tanatorio, las misas funerales oficiadas sin cuerpo presente y, ya no digamos, la incineración de los restos del difunto. Pero si hay algo realmente nuestro, apenas visto por otros lares, es el seguro de decesos, una póliza que se paga cada año para que, cuando ocurra el fallecimiento, costear los -muy onerosos- gastos del sepelio no constituya un problema económico para la familia.
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